lunes, 6 de agosto de 2012

Las historias que se deben contar...



Mi interlocutor tiene más de 80 años, mi atención y mi respeto. Él sabe que soy hombre de izquierda, pero me ha llegado a conocer y sabe que no soy fanático, que reconozco que no todo está bien, que la izquierda ha cometido miles de errores y que no critico posiciones de derecha sin antes haberlas razonado.

Me dice las cosas en tono de compartirlas, no de reclamo; no hay resentimiento en sus palabras, pero hay dolor, a lo mejor, aun cuando no lo dice, piensa que su fallecida esposa pudo haber tenido un mejor tratamiento, y a lo mejor, el desenlace habría sido diferente, si los “muchachos” no hubieran afectado su vida en la forma en que lo hicieron.

Cuentas algunas de las veces que le obligaron a conducir su vehículo, de noche, por las carreteras y caminos del oriente trasladando avituallamientos y a lo mejor hasta armas (no siempre pudo ver el contenido de los paquetes que subían al camión). De la tarde en que le ordenaron abandonar su casa y, dentro de ella, todo lo que había (muebles, alimentos, dulce de panela, madera) producido durante ese duro año de trabajo, porque si lo encontraban en la madrugada lo asesinarían, junto a su esposa y al único hijo que le acompañaba, y de cómo, aun hoy, se pregunta ¿porqué a pesar de toda la colaboración involuntaria que les brindó, le trataron así? Trata de encontrar respuesta, trata de adivinar cuál fue el punto de quiebre en que la guerrilla le vio como “enemigo”.

Para mi la explicación es sencilla, la envidia de algunos colaboradores, vecinos suyos, se hizo presente en los informes negativos que hicieron llegar al mando de la zona, que sin mayor investigación ejecutó una acción evidentemente injusta, así creo que fue. Así es la maldita guerra. Pero no puedo hablar, siento vergüenza, porque le conozco y se que, si bien no colaboraba de voluntad plena porque estaba en contra de la guerra, nunca habría puesto en mal o denunciado a nadie, por eso solo escucho. Mi interlocutor seguirá describiendo las acciones que a lo mejor fueron mal entendidas, pero su formación de hombre de bien no le llevará a pensar en la envidia como causa del destierro y el descalabro personal, familiar y económico que eso significó en su vida.

Debo evitar su mirada y, mientras veo el suelo pienso que hay tanta historia oculta, tanto dolor guardado, que la otra historia de la guerra, la que sufrieron los que quisieron convivir en paz en el medio de la locura, es necesaria escribirla, publicarla.

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